Fiesta de quince años

Una compañera del colegio cumplía quince años y por tal motivo sus papás le estaban organizando una gran fiesta. Invitó a gran parte de los compañeros de la clase a la fiesta. Entre los invitados estaba yo. Era el primer quinceañero al que me habían invitado desde que llegué del Perú a Panamá, porque realmente no conocía a mucha gente que cumpliese quince años en aquel tiempo. Acepté la invitación con entusiasmo.

Para poder quedarnos hasta tarde en la fiesta, Renato ofreció su casa para poder quedarnos a dormir ahí. Era una idea genial así nuestros padres no estarían preocupados esperando por nosotros en casa ni tendrían mayor control sobre nosotros. En la casa de Renato nos quedaríamos Braulio, Manolo, Alan y yo. Mis padres me dieron permiso sin problema, la única advertencia era que no tome ni una sola gota de alcohol.

La noche de la fiesta me encontré con Brandon cerca de su casa y de ahí cogimos un taxi hasta la fiesta donde nos encontraríamos con los demás compañeros. Había mucha gente mayor en aquel quinceañero. Cuando caminábamos hacia nuestra mesa se veían a unos señores muy serios desparramados en las sillas del salón bebiendo y hartando todo a su paso y a unas señoras bien vestidas y excesivamente maquilladas que volteaban hacia nosotros con mirada adusta.

Marchaba todo bien. Mis amigos se animaron a bailar y a tomarse unos tragos de vodka. Yo no. Eran tiempos en los que aún no me daba por querer probar alcohol. Al lado de nuestra mesa habían mas compañeros de la clase, entre ellos, Tulio, un tipo que era el dolor de cabeza de cualquier profesor sin carácter. A Tulio siempre se le ocurría una locura, una imprudencia, siempre quería hacer lo que no estaba correcto hacer. Esta vez se le ocurrió, desde la mesa en la que estaba, aventar los huesos de las alitas de pollo que iba dejando hacia una mesa en la que aseguraba habían unos chicos y chicas que le caían mal.

Los chicos de la otra mesa, que rondaban los veinticinco años, se dieron cuenta de donde venían los huesos que caían del cielo y vinieron a reclamarnos furiosos, cabreados. Todos negábamos ser los artífices de aquella aventada de huesos de alitas de pollo. Ellos no nos creían. Por su parte, Tulio, tan loco como cobarde, solo se escondía entre sus amigas que, como nosotros, no pensaban delatarlo. Nuestra amiga quinceañera también vino hasta la mesa a advertirle a Tulio que no haga más eso. Tulio no hizo caso.

La fiesta se acabó un poco más de las tres de la mañana. Tulio se fue con el papá de una de sus amigas. Renato, Brandon, Manolo, Alan y yo, en cambio, teníamos que caminar hasta la parada para coger un taxi que nos lleve hasta la casa de Renato. Ya en la obscura parada veíamos como se nos acercaba la sombra de seis tipos grandulones. Venían acelerados, se pararon frente a nosotros y nos increparon lo sucedido en la fiesta. No supimos qué decir. Brandon, que era el que estaba un poco más borracho, los enfrentó y les dijo que estaban locos, que nosotros no habíamos sido y que no molestasen. Los tipos se enfurecieron más. Uno de ellos tenía en la mano una botella de seco herrerano de medio galón de vidrio. Yo pensaba que en cualquier momento podría aventárselo a alguno de nosotros. Estaba asustado, mudo. Ningún taxi llegaba hasta ese momento. Brandon intentó levantarse del asiento de la parada cuando se desató la locura. Empezaron los empujones, patadas, puñetes. En eso llegó un taxi, frenó bruscamente, se bajó el conductor del mismo y sacó una vara de hierro del maletero y asustó a los grandulones. Yo corrí hacia el taxi sin pensarlo y me monté en los asientos traseros. Los demás subieron luego al taxi uno tras otro y el taxista preguntó si ya estábamos todos y vemos como Alan se había quedado en medio de todos los grandulones mientras un haz de luz lo iluminaba. Ya murió, pensé. Gritamos que corriera hacia el taxi y eso hizo. Ya montados todos en el taxi uno de los grandulones corrió hacia nosotros y tiró un puñetazo al que estaba sentado adelante, Renato, el dueño de la casa en la que nos quedaríamos. El tremendo puñetazo lo dejó inconsciente. Ya murió, pensé nuevamente. Afortunadamente en el camino recuperó el conocimiento. 

Llegamos a la casa de Renato. Le agradecimos al taxista por salvarnos del atentado que cometieron los grandulones en contra nuestra. Todos nos sentamos en los sillones asimilando lo que había pasado. Brandon tenía una huella de zapato en su camisa. Renato ya se había recuperado del puñetazo que había recibido. Alan tenía la mayor parte de los botones de su camisa rotos. Manolo tenía el pantalón sucio por el empujón que le habían dado. Yo me revisé la ropa y estaba todo bien. No me dolía nada. Había resultado ileso no sé de que forma. Ninguno de los grandulones había llegado a conectar un puñete o una patada contra mi. Era al único que no habían golpeado. Qué suerte, pensé.

Al día siguiente que despertamos nos reímos a carcajadas de lo ocurrido, sobre todo del puñetazo que recibió Renato y de lo tonto que se veía Alan entre todos esos grandulones a punto de conocer la muerte. Nos fuimos a comer al Pío Pío. Comí unas pechuguitas de pollo que estaban frías y recalentadas. Me hizo daño. Sin duda hay cosas que parecen inofensivas, pero hacen más daño que seis tipos grandulones y bravucones.

La rabia del mamífero

El estudiante decide matricular con el profesor que tiene nombre de animal, el de un mamífero de agua específicamente. Elige a ese profesor porque se lo han recomendado, le dicen que es un profesor exigente y el estudiante quiere eso. Un profesor que le exija para desarrollar mejor sus habilidades.

El estudiante lleva unos primeros trabajos y es criticado severamente. El estudiante lo toma con aplomo, piensa que es bueno que lo critiquen de esa forma, presta atención a las críticas del profesor con nombre de mamífero, pero a su vez sustenta lo que está presentando.
 
Cuando llega la entrega final de ese primer trabajo el profesor no ve con mucho agrado el proyecto, dice que hubiera podido haber hecho más el estudiante. Se fija en unos detalles del trabajo que el estudiante no había advertido. El estudiante sigue tomándolo con aplomo. Es el primer trabajo, piensa, quizás pude haber  hecho más. Le da la razón al profesor quien le pone una nota baja. Se esforzará más para el próximo trabajo.

Para el segundo trabajo el estudiante lleva propuestas. El profesor sigue sin convencerle las propuestas del estudiante. El estudiante se preocupa a mediado que se acerca la entrega final de ese segundo trabajo. Cada vez es criticado más duramente. Nota que no es así con sus demás compañeros. Se desanima. Piensa que a lo mejor sus compañeros van un paso más adelante que él. Trata de olvidarlo y sacárselo de la cabeza. Son ideas de un perdedor. De alguien que se quiere rendir.

Cuando llega la entrega final de ese segundo trabajo, para el cual el estudiante se ha esforzado de sobremanera, no durmió la última noche por entregar algo que esté a la altura. Al presentar el trabajo el profesor lo desaprueba totalmente. A pesar de que no le critica casi nada hace énfasis en lo que no le gusta. No rescata nada bueno del trabajo. Luego el profesor revisa el trabajo de una compañera. Los errores son notables y cualquiera pensaría que le irá mal a esa compañera la cual solo deja el trabajo y no responde a las preguntas del profesor como si no supiese a ciencia cierta que es lo que está presentando. El profesor dicta las notas. El estudiante ha logrado una nota muy baja. La compañera en cambio una nota mucho más elevada. El estudiante no lo cree. Queda decepcionado. Termina por aceptar que es un perdedor. No lo conversa con nadie. Acepta las duras palabras del profesor en silencio. No sabe qué vendrá en el tercer y último trabajo que debe presentar. Espera lo peor. Al profesor no le gusta nada de lo que hace el estudiante y en cambio si lo que hacen sus compañeros que sin duda están un paso o varios pasos adelante que él o simplemente gozan de la simpatía del profesor.

El estudiante lleva sus propuestas del tercer y ultimo trabajo. El estudiante ha realizado sus primeras propuestas con mucho cuidado, buscándole el sentido a todo o casi todo. Cuando el profesor con nombre de animal ve su propuesta se queda en silencio, buscando el error. El estudiante trata de explicar lo que ha hecho. El profesor le dice que haga silencio. Sigue viendo sin saber que criticarle al estudiante. Cuando el estudiante le muestra otra parte del trabajo ya el profesor no quiere ver su trabajo. Le dice que debe mejorar su propuesta pero sin decirle qué. a sus demás compañeros el profesor los atiende con paciencia, les da consejos. El estudiante queda pensativo.
En la ultima clase, antes del día de la entrega del trabajo final, el estudiante lleva unas últimos arreglos en su trabajo. Luego que el profesor termina de criticar a sus demás compañeros va y presenta los arreglos en su trabajo al profesor y este dice que está cansado. Empieza con una charla en el salón de clases acerca de lo extenuante que es ver tantos trabajos, que tiene muchas horas dando clases a la semana, crítica el manejo de la facultad por parte del decano. Al final no revisa los arreglos que hizo el estudiante. El profesor se levanta y se va.

Llega el día de la entrega del tercer y último trabajo. El estudiante se ha esforzado por entregar un buen trabajo. Es uno de los primeros en llegar junto a dos compañeros. El profesor llega y revisa los trabajos de los tres estudiantes. El de sus compañeros solo los revisa brevemente. El trabajo del estudiante si es revisado a detalle, buscando los errores mínimos que se le pudieron escapar. Al final los errores que encuentra son mínimos, nada grave. Cuando termina el profesor dicta las notas y sus dos compañeros han ganado varios puntos más que el estudiante que no es del agrado del profesor. No se explica qué le ha hecho. Las entregas de trabajos siguen y una compañera tenía un trabajo que no concordaba, que el profesor no entendía por más que le daba vueltas. Esa compañera gana la misma nota que el estudiante. El estudiante no lo puede creer. Siente que merecía una mayor nota en comparación a esa compañera. Que había entregado un trabajo muy completo y que la nota no reflejaba eso. Cuando se acaba la clase nota como la compañera que ganó la misma nota se acerca al profesor y le pide unos puntos extras, ella a pesar de todo siente que merece unos puntos más. El profesor le da diez puntos más a su proyecto. El estudiante al oír eso queda indignado, desanimado, sorprendido de la actitud del profesor en todos los sentidos. El estudiante no quiere irse así, sin intentar hacer lo mismo que la compañera. Cuando el profesor sale del salón el estudiante lo sigue y le explica que siente que este trabajo que entregó fue el más completo de todos y merecía unos puntos más de los que ganó y que necesitaba porque en sus anteriores dos trabajos no había logrado tan buenas notas. El profesor lo mira, no dice nada, abre su libreta de notas, busca el apellido del estudiante, vuelve  a cerrar su libreta y se va sin decir nada. El estudiante no es merecedor de esos puntos extras a comparación de su compañera. El estudiante no se explica la actitud del profesor, no entiende la rabia del mamífero.

Cuando el estudiante baja hasta el vestíbulo de la facultad, se encuentra con dos de sus compañeros de clase. Ellos desconcertados le preguntan una duda que tenían durante casi todo el semestre: ¿Qué le hiciste a ese profesor?

Un hueco en la cabeza

Me lo pienso dos veces antes de cortarme el cabello. Y es que no se puede estar gastando plata cada quince días en liviandades. Además siempre siento que tengo el cabello corto aunque muchos afirmen lo contrario. Los barberos no se resisten a decirme: manito, ¿corte? Necesitas corte, manito; pero yo seguiré pensando que no necesito tal servicio, que mi cabello está todavía corto, que no es necesario gastar la plata en eso, que podría estar un mes o dos más con el cabello como lo tengo en ese momento.

Una vez entré a una peluquería en un mall. Necesitaba un corte de cabello algo urgente. Hay veces en las  uno necesita verse mínimamente arreglado, de acuerdo a la ocasión, para evitar las burlas, el palabrerío venenoso, evitar frases como: debes arreglarte un poco más, deberías quitarte un poco de cabello, con el cabello corto se te ve mejor. Vi como buena opción esta peluquería llena de espejos, de posters con mujeres y hombres bien peinados y con aire europeo. No esperé mucho, el peluquero, bajito y regordete, me atendió con una amabilidad extranjera, me llevó hacia el lavadero, me invitó a sentar y empezó con un lavado de cabello. Nunca me habían lavado el cabello en una peluquería. Me avergonzó pensar que a lo mejor este tipo había optado por lavar mi cabello porque se encontraba en un estado deplorable. Cuánta amabilidad, pensé. Luego que terminó me llevo hacia otra silla grande y cómoda. Preguntó qué era lo que quería. Nunca sé bien qué quiero. Si hay algo que no quiero es un corte a la moda y si hay algo que quiero es no quedar cocobolo. Solo quítame algo de volumen, atiné a decir.

El peluquero no demoró en cortarme el cabello, pensé que ahí había terminado todo. Se fue un momento y volvió con un blower. Me asusté. Este tipo venía con ese aparato hacia mi. Me reservé decirle algo. El tipo llevó esa maquina a mi cabeza y empezó a levantarme el cabello hasta que quedé como un erizo carnavalesco. Luego me untó una crema espesa al cabello y siguió masajeando el cabello hacia arriba y yo estaba incómodo porque sentía el cabello duro. Terminamos, caballero, dijo.

Fui a la caja a pagar. Quería salir huyendo al baño para quitarme la crema espesa del cabello y que dejara de estar duro y hacia arriba. Doce dólares, dijo la muchacha. La concha de la lora, dije yo. Con dolor pagué los doce dólares por el corte de cabello y salí corriendo al baño porque me sentía ridículo con todo el cabello hacia arriba además de que me sentía asaltado por esa peluquería. Una locura pagar doce dólares por quitarte cabello.

A los quince días fui al mismo lugar en el que siempre me cortaba el cabello. En ese lugar el corte salía a menos de la mitad en comparación con el lugar al que había ido antes. Cuando el tipo terminó le pagué y hasta propina le deje. Cuando llegué a mi casa me di un baño. Cuando estoy frente al espejo volteo mi cabeza y resulta que tengo un hueco en la cabeza.

Situaciones triviales

UNO

Un día estas en el taxi yendo hacia un lugar incierto. El conductor es un viejo regordete que huele a cerveza, que no tiene problemas en contarte sus más bajos instintos, esas cosas increíbles que le pasan a los taxistas. Este gordo fofo, particularmente, empieza a contarme como una noche de fin de semana una mujer abordó su taxi y lo ofendió de manera arrojada diciéndole que la tenía chiquita, que estaba segura de eso. El taxista siguió contando que él no podía aceptar tal aseguración, tanta falta de respeto de parte de la mujer que estaba de copiloto. El hombre paró el taxi, sacó su órgano erguido, duro como una roca y terminaron con un masaje oral que le propinó la mujer. Al final del día uno queda escribiendo estas cosas que no termina de creer.

DOS

Despiertas al mediodía. No hay nadie en casa. No llamas a nadie ni le escribes a nadie. Gozas estar solo. Te gusta la tranquilidad que sientes cuando despiertas en la penumbra de tu cuarto sin alguien que te interrumpa. Despiertas con hambre. Vas directamente a la cocina, abres la refrigeradora y no hayas nada. No tienes ganas de preparar nada, reniegas de que no haya nada en la cocina, reniegas de hambre, reniegas porque desearías haber despertado y encontrado un banquete esperando por ti; pero no es así. Vagamente intentas tostar unos panes que se te queman, intentas preparar un batido que te sale tan espeso tal si fuera fango.  Te comes eso así, de mala gana, a regañadientes. Luego que terminas te vuelves a sumergir en tu cama y esperar que alguien llegue para que prepare algo mejor.

TRES

Caminar por la Cinta Costera en plena tarde no es placentero. Caminas solo, pensativo, con sed (en Panamá siempre tienes sed). Paras en el puestito de un vendedor ambulante que usa una gorra pintoresca y su vientre parece un globo terráqueo. Solo vende gaseosa y agua. Le compras una botella de agua y te quedas a beberla en la sombra en la que  está el hombre. Entonces conversan. Es extranjero también. Por varios motivos te caen bien los extranjeros. Adivinas que es mexicano, él no adivina que eres peruano, sin embargo asume que eres colombiano pero lo corriges y le dices tu nacionalidad. Hablan de lo bien que está Panamá económicamente y que está pensando traer a su familia de México.  Quiere poner una taquería. Lo animas, le dices que es una idea brillante, que no debería perder tiempo. Se estrechan la mano y te vas. Ojalá le vaya bien en su taquería.

CUATRO


Vas en el bus con Paula. El bus está medio lleno o medio vacío. Por lo menos vas sentado y Paula también, del otro lado. Entonces el bus hace una parada de tantas. Sube un hombre desaliñado. Inmediatamente percibes un olor extraño, una hediondez cerca tuyo, un olor proveniente de la sudoración axilar. Pones mala cara, haces gestos de desagrado. Quieres bajarte, pero aún no has llegado a donde debes. Paula también nota lo que pasa y se ríe, se ríe de ti y de las muecas de asco que haces. Sigues sin soportar la situación, pero afortunadamente ya es hora de bajarse. Corres a bajarte y cuando ves a Paula se ríen a carcajadas de lo que había pasado. Al final todo sale bien, ha sido un buen día y se lo atribuyen al hombre maloliente que se había cruzado en el camino. Lo bautizan como el hediondo de la suerte.

Licencia de conducir


Llegas al lugar donde harás la prueba. Solo te falta hacer la de manejo porque la de teoría, con un poco de suerte, ya la aprobaste. Un seguridad moreno en la puerta, antes de entrar, te pregunta, con voz firme, en qué te puede ayudar. Le dices que buscas hacer tu prueba de manejo. Te revisa con su detector de metales (uno se siente aliviado cuando te revisan y no hayan nada). Entras y te encuentras con una fila larga que avanza con premura. Te piden tu carnet de migración. Todo en orden. Te mandan al cubículo dos a esperar a que llamen al número del tiquete rosado que te han asignado. 

No esperas mucho. Te llama una chica guapa al cubículo dos y te pide tus datos (tus datos están en el carnet). Te sonríe pícaramente, te comenta que has tenido suerte, que ese mismo mes se vencía el plazo que tenías para hacer la prueba de manejo. Sonríes y de nuevo te salvas. La chica, muy afablemente apunta tus datos mientras te regala una mirada cómplice cada tanto. Te toca esperar de nuevo. 

Ahora tienen que llamarte para que hagas la prueba de manejo. Llaman a un primer grupo y sigues a la espera, impaciente y algo nervioso. Entonces te llaman a ti y otras tres personas. Te dan unas indicaciones lógicas. Te dan quince minutos para buscar un carro y hacer tu prueba. Lo encuentras, te dan las llaves y te echas a andar. Entras a la zona de prueba. Antes intentas sobornar al instructor. No acepta porque llegan detrás de ti los otros que también harán la prueba. Mientras esperas que te llamen el sol quema tus pestañas. Eres el primero. No sabes si eso es bueno o malo. Mientras el calor sofocante ayuda a que tus nervios se calmen, lo contrario al frío. Lo haces. Has tenido suerte y no has tumbado ningún cono anaranjado, no te has chocado, no se te ha apagado el carro o lo que sería peor, no has atropellado al instructor. Te dice que puedes ir a caja a cancelar, es decir, has aprobado el examen. Pagas y de nuevo esperas. Llaman a varias personas antes que a ti. Ya quieres irte. Tienes sueño, hambre y el frió del lugar se apodera de ti. Por fin te llaman, pero no tienen tu licencia lista. Te dicen que deben actualizar tus datos, que quizás demore. Decides lo que más te altera, esperar, otra vez. Te piden el pasaporte y el carnet de migración. Lo llevan con una mujer robusta mientras ella llama a la gente con tiquete verde. No han pasado ni quince minutos y te acercas a la mujer para preguntarle si demorará. Te dice que deben enviarle unos datos, que demora un poco, que esperes. Te sientes tonto de esperar tanto pero lo haces, es lo que toca. Pasan otros quince minutos y vuelves y preguntas si ya enviaron tus datos, dices que no tienes tiquete verde. La mujer te responde que no importa, que esperes. Le dices que vas a ir a comer  algo y vuelves. Ella asiente y te dice que vayas tranquilo. Vuelves y nada. Te sientas, te paras y te vuelves a sentar. Decides ver las noticias de CNN que tienen puesta en el televisor. Ves de reojo al cubículo dos y la mujer de sonrisa picara sigue ahí. Cuando ves las noticias la mujer te hace un sonido con los labios. Volteas y de inmediato te pregunta qué esperas, si ya te atendieron o nada. Te sorprende su amabilidad, te acercas a ella y le explicas. De algún modo necesitas hablar con alguien, desahogarte. Le cuentas y te retiras de ahí, ella tiene trabajo que hacer.
Entonces te llaman, ya enviaron tus datos, te mandan a esperar a una ventanilla para que te den la licencia. Volteas hacia el cubículo dos a ver si está la muchacha de sonrisa pícara, esta ahí y le dices que ya, que terminó la espera y ella sonríe de nuevo.

Luego de eso todo se resume a una espera de menos de diez minutos. Por fin te entregan tu licencia de conducir. Caes en cuenta que no es una casualidad, ser extranjero e intentar sacar papeles en este país es complicado, siempre hay que esperar. Esperar sin refunfuñar y en silencio. Esperar con frío y con hambre. Esperar tu turno y un rato más. Esperar al fin y al cabo.