Ir a la iglesia


Mi madre me ha pedido ir al culto de la iglesia. Se lo ha pedido a mi hermano mayor y a mi que no solemos asistir. Me lo ha pedido con más vehemencia que otras veces para que la acompañe, porque dice que será un día especial en la iglesia, celebrarán el día del pentecostés (no sé que es eso). Luego de tantos esquivos y negaciones para evitar asistir a la iglesia, mi madre ha conseguido que acepte porque ya no he podido inventarle otra excusa más para que la acompañe a esa ceremonia profundamente aburrida. Entonces iré a la iglesia no porque me nazca ir, asistiré a la iglesia para complacer a mi madre y permitirme ser, por un par de horas, un buen hijo. Tengo claro que ir a la iglesia sin fe es como ir a un restaurante sin hambre. Uno no puede ir a la iglesia simplemente porque otra persona quiere o te obliga que vayas. Eso, señores, debe nacer de uno mismo.


Me he vestido decentemente porque no quiero que cuando lleguen me vean como un bicho raro que no respeta la iglesia, que le da igual llegar de forma desfachatada a la casa de Dios. Me he vestido de forma decente porque sé que a mi madre le gusta verme vestido así cuando voy a la iglesia.

Hace años no asisto a la iglesia. Hace mucho tiempo no rezo. Desde los dieciséis años no creo totalmente en Dios, deje de creer porque esas ideas no iban con las mías. Hace un par de días me persigné a causa de un impulso repentino y extraño a mis costumbres morales y religiosas. Durante un par de años fui deísta porque de cierta forma creía en Dios. No pertenezco a ningún tipo de religión debido a que mis padres nunca decidieron bautizarme. Considero que han hecho bien en no hacerlo y escoger a su criterio mi tipo de religión. Los padres no deberían bautizar a sus hijos sin dejar que ellos decidan libremente la religión a la que quieren pertenecer, o en cierto caso, como el mío, no pertenecer a ninguna religión y considerarse agnóstico. Como una vez dijo Dalai Lama: la mejor religión es la que te aproxima más al Universo, al Infinito. Es aquella que te hace mejor. Aquello que te hace más comprensivo, más sensible, más desapegado, más amoroso, más humanitario, más responsable, más ético. La religión que consiga hacer eso de ti es la mejor religión. Esta definición la considero sabia e irrefutable acerca de lo que debería ser la religión para cada uno de nosotros.

Cuando he llegado a la iglesia me he sentido principalmente hipócrita. A la entrada habían como cinco señoras mayores que recibían a las personas extendiéndole la mano y diciendo cada una: ‘Bienvenido, Dios lo bendiga’. Y digo que me sentía principalmente hipócrita porque yo impostaba una sonrisa entre tonta y amable y les daba las gracias cuando todos respondían ‘amén’. Pero yo no puedo responderles con el amén, no puedo llegar y sentirme que sigo esas reglas verbales litúrgicas o como se llamen. No puedo llegar y sentirme igual de creyente como los demás, que no son todos seguramente. Perdónenme, pero soy lo que soy. Pensábamos que habíamos llegado tarde (un alivio para mi), pero aun no había empezado el culto y nos sentamos en unas sillas cubiertas de una tela azul a esperar que empiece el culto. En mi caso no esperaba que empiece, sino que termine.

Las pocas veces que he ido a la iglesia he podido sentir dos cosas totalmente distintas. Alguna que otra vez he sentido, al entrar a la iglesia, una cierta tranquilidad espiritual, como si estar allí adentro fuera la paz que necesito y que no tengo en casa. Pero otras veces, y esta vez ha sido el caso, he entrado incrédulo, frívolo, y he quedado contrariado con cada palabra que parloteaba el pastor, viéndome aplaudir forzosamente cuando cantaban porque mi pequeño hermano me lo pedía, bostezando despiadadamente e irrespetando la casa de Dios. No he debido de asistir, pienso, mi madre no me tuvo que haber pedido que venga. No es extraño estar ahí y ver que más de uno está ahí igual de aburrido que yo, como si estuvieran obligados a estar ahí. No es extraño ver a la mayoría aplaudiendo y cantando y levantando las manos con una fe fervorosa que me resulta ajena, que la admiro y me conmueve, una fe que se me ha hecho esquiva.

Gracias a Dios luego de cuatro largas horas el culto se ha terminado. Sin duda no la he pasado nada bien, aunque complacer a mi madre de modo alguno me hace sentir bien. Me han gustado las dramatizaciones que han hecho los chicos y chicas de la iglesia, ha sido lo más entretenido y notable para mi. Ir a la iglesia no es malo, ir a escuchar la palabra de Dios tampoco es malo, mientras quien lo haga, lo haga con fe. Por esa razón, no volveré por un buen tiempo a la iglesia. No creo que mi madre me lo vuelva a pedir. Ella sabe que mis creencias no son tan fuertes como la de mi hermano menor o como las de ella, lo que no sabe es que tiene un hijo agnóstico y que no se lo he dicho para evitar discrepancias con ella. Por ahora tengo un conflicto religioso en mi cabeza que no me permite creer en un Dios, aunque creo en el Dios que está en la consciencia de mi hermano y mi madre.

Que Dios bendiga a mi familia y si no es mucho pedir, me perdone.

No fue mi intención


Estoy saliendo de la universidad cansado, abatido luego de cumplir la ardua labor del estudio cuando escucho una voz a mis espaldas que me llama, que me detiene en mi andadura. Es un señor de un bigote prominente y que expele una gran cantidad de gotas de sudor por la frente mientras se me acerca a paso acelerado.

- Espera muchacho- dice rezagado.
- Dígame señor- digo, fingiendo amabilidad.
- ¿Me puedes ayudar?- pregunta. No me dice en que quiere que lo ayude y va en busca de algo a su carro.
- Estoy algo apurado señor- le digo y creo que no miento, estar exhausto es un buen motivo para estar     apurado en querer irme.
- Necesito que me ayudes con este problema- dice trayendo una hoja e ignorando que le he dicho que estoy apurado.

Tiene un uniforme de la ACP, un carro para uso oficial del gobierno y ahora me trae una hoja. Sospecho que necesita que lo ayude a responder una encuesta. No me gustan las encuestas, me hacen más mentiroso, nunca lleno una hoja de encuestas con la verdad porque nunca las termino de entender.

- A ver si sabes- me reta - ¿cómo se resuelve este problema de matemáticas del mínimo común divisor?

No comprendo, quedo contrariado. Primero pienso que quiere que lo ayude a responder algún tipo de encuesta y ahora este señor de gran bigote me sale con un problema de matemáticas que si mal no recuerdo pertenece a la primaria. Ahora sospecho que este hombre viene con algo de insidia, con perspicacia, queriendo probar el nivel de inteligencia (aunque creo que para esto necesite más de la memoria) del primer estudiante que se le cruce de la famosa Universidad de Panamá, en la cual , supuestamente,  están los mejores estudiantes universitarios a nivel nacional.

Acepto el ‘reto’ que me impone este hombre que desconozco. Confío en mis habilidades (algo que me puede costar un momento vergonzoso), no quiero quedar con un tonto (algo que seguramente soy, pero este tipo no ha podido comprobar todavía) y decirle que no podría resolver ese problema porque no lo recuerdo. No puedo dejar mal a los estudiantes de la universidad  a la que pertenezco. Ojeo la hoja que el señor me entrega y me sumerjo en mis más profundos recuerdos de la primaria, exactamente en el mínimo común divisor que recuerdo a duras penas.

Mientras voy tratando de entender el problema, el orondo hombre me cuenta que, el problema que me ha pedido que le explique y que ayude a resolver pertenece a su esposa que está estudiando (me abstengo de cometer la imprudencia de preguntar la edad de su esposa) y no ha podido comprender ese tema. Ahora me doy cuenta que el señor no ha querido probar mi inteligencia ni mucho menos retarme sino que ayude a su esposa. Otra vez mi presagio ha sido equívoco. 

Empiezo a explicarle mientras voy recordando con claridad cada paso para resolver ese problema (que parecía un problema mayor y ahora pasó a ser un problema mínimo, casi insignificante)
El señor me mira algo perplejo, con una mirada perdida. Yo noto la incógnita en su cabeza porque es claro que no me ha entendido. Siempre me ha costado explicar matemáticas, puede que las entienda pero al momento de explicarlas reflejo lo contrario.

El señor me recuerda que estoy apurado, ahora si se compadece de mi, me dice que no me preocupe, ya verá la forma de resolver su problema.
Pero yo me olvido que estoy apurado, ya no importa. Mi objetivo ya no es largarme lo más pronto posible, no, ahora mi objetivo es explicar, resolver y hacer que comprenda el problema del mínimo común divisor este pobre hombre que fue hasta ahora que había podido conseguir ayuda. No puedo concebir eso e insisto en dejarlo claro con el problema. Empiezo de nuevo a explicarle pero ahora con más calma, paso a paso.

Me esfuerzo en ofrecerle una explicación apacible y es ahora donde se notan los resultados y el señor con animo elevado me dice que me está entendiendo y el final es el mismo: he terminado y me ha entendido. Me extiende la mano, me agradece por el tiempo que le he dedicado. No estoy seguro si me lo dice con total sinceridad, pero no importa, mi ego, mi vanidad se lo creen todo. Me siento orgulloso de mi mismo y sobretodo de mi memoria que no me ha defraudado como lo suele hacer.

Ahora mientras voy caminado, satisfecho de mi ayuda y mi espíritu de buen samaritano se me va creando una duda en la cabeza que me deja inquieto: ¿Habré confundido el mínimo común divisor con el máximo común múltiplo? ¿Es mínimo común divisor? No lo sé.

Cuando llego a casa prendo la laptop y me pongo a investigar. En efecto he confundido el mínimo común divisor, que, ciertamente, no es mínimo común divisor sino máximo común divisor y el mínimo es el común múltiplo. En fin, un enredo, una confusión que me hace pensar que el pequeño problema del señor se lo he multiplicado en dificultad por no haber recordado ese punto, mucho menos habérselo explicado y que mi memoria ya no me parece motivo de orgullo. No fue mi intención haberle explicado mal al señor. Mejor hubiese sido no ayudarlo y haberme ido con mi apuro. Espero no volver a encontrarme con ese señor y si es así espero que haya olvidado mi rostro como yo he olvidado el de él. Si algo habría que rescatar de todo esta confusión es que ante ese hombre no me he visto como un tonto y que posiblemente sea un tonto que inventa argumentos sin sentido para no verse como tal. Al final del día soy solo un tonto huyendo de sí mismo con más afición que con acierto.