Otro año

En estos últimos días del año quizá cualquiera de nosotros trata de rescatar lo bueno y malo que ha hecho y ha pasado durante el año. Se sabe que no todo puede ser bueno, que nunca estará todo bien (o así lo creo yo), aunque gozar de una buena salud sea estar bastante bien con uno mismo. Quizá pasamos durante el año más cosas buenas que malas. Comparamos con otros años y este año pudo haber sido mucho mejor, este año pudo haber sido el consuelo de otros años poco o nada memorables; y este es mi caso, no puedo evitar esa comparación que hallo reconfortante, vivificante debido a que de los años pasados no guardo muy buenos recuerdos: solo momentos sombríos, momentos intolerables de seguidilla de problemas incalculables, fatigosos. Pero esas memorias son solo memorias, son polvo (quiero pensar que son polvo). Quizás el otro año recuerde este año como uno bueno o uno menos malo que los otros. Ahora me pregunto si la tormenta ya habrá pasada del todo o aún vienen más quizá vestidas de forma distinta a las anteriores o con más fuerza, con más auge. Lo bueno (creo que es bueno) es que ya he sabido sobrellevar estas tormentas dándole muchas veces importancia igual a cero, tratando de ignorarlas, siéndole esquivo a las que he podido y eso me consuela, me tranquiliza en modo alguno.

Puede resultar inútil (pero inevitable) darse el trabajo de mirar siquiera de reojo hacia atrás e inconscientemente lamentarse por cosas que se pudieron haber hecho y no las hicimos, que pudimos ser más buenos (o menos malos), más bondadosas, mejores personas en general pero lastimosamente no es así, esto de alguna forma no funciona así. Entonces somos como somos, pero nosotros no tenemos la culpa, sino la vida misma culpándola de ser injusta cuando todos sabemos (fingiendo no saber) que injustos somos nosotros, casi todos; y los justos, pues casi no existen. Nos atribulamos por el solo hecho de no poder haber actuado bien ante esos momentos donde pudimos haber actuado bien y ahora a poco o nada de finalizar el año prometemos ser una mejor persona el otro año que se aproxima, como cada fin de año prometemos, con casi nada de acierto.
No es mi caso el de lamentarme, no me gusta, el lamento es un ejercicio innecesario: el cual casi nunca practico. Este año venidero a seguir viviendo con tormentas o sin tormentas porque de momento estamos bien, porque seguimos vivos y esto es gratificante. Este año venidero no es otro comienzo, es solo parte de nuestra historia, de nuestro libro y su continuación; que seguiré, mientras pueda, escribiendo. 

El hospital


Mi madre va camino al hospital, está acompañada de mi hermano mayor Piero que va conduciendo porque ella por cosas del destino aún no ha podido sacar su licencia de conducir. Me llama diciéndome que puede pasar por mí a la universidad, pero me dice que luego tendré que acompañarla. Yo acepto encantado. Me recoge y nos vamos.

Llegamos al hospital, entramos y lo primero que siento es un frío atroz. Un frío que al parecer muchos soportan abrigados menos yo. Ella se encarga de acelerarnos el paso adelantándose a nosotros, preguntando por la habitación que ella busca a cualquier persona con traje blanco (o que tenga un traje que diera a entrever que trabajase ahí). Mi hermano y yo la seguimos de inmediato, sabiendo a quién vamos a visitar, a mi tía (que no la siento tan mi tía porque ni yo me comporto como un sobrino con ella ni ella como una verdadera tía conmigo) que está internada para someterse luego a una operación por problemas en el corazón que tiene y que yo desconozco. 

Sigo con el frío atroz, y caminando como si alguien nos siguiera, frotando mis delgados brazos tratando de darles algo de calor. De pronto ojeo una máquina de café (de las que suele haber en los hospitales siempre o quizá casi siempre, no sé), la contemplo como un pirata al descubrir el tesoro. Me apresuro en sacar la billetera y comprarme un cappuccino perfecto para la ocasión y que seguramente aliviaría en algo el frío bestial que siento. No encuentro mi billetera, la dejé en el carro, consternado despierto de ese perplejo estado en el que me encontraba, mi madre también ayuda a que reaccione diciéndome que me dé prisa (una prisa que no comprendo). El frío que siento en ese lugar sigue sin remedio y yo sigo inconscientemente a paso acelerado persiguiendo a mi madre y mi hermano. Llegamos al lugar que mi madre buscaba con tanto ímpetu y muy acelerada. Es una habitación descubierta, poco o nada privada, ocupada por si mal no recuerdo siete ancianas que no lucen nada bien, seguramente por las diferentes enfermedades que cada una padece y  que les ha quitado esa belleza física que algún día de sus vidas pudieron haber tenido. En alguna cama de la gran habitación está mi tía, que como dijo mi madre al lado de todas las demás era una Miss Panamá (mi  linda madre siempre exagerando claro está). Mi tía se emociona al vernos (o al ver a mi madre), yo la saludo con un beso frío, tan frío como el que yo estoy sintiendo en ese lugar. Ahora además del frío siento una sensación de desagrado, de asqueo al ver a las siete ancianas y a mi tía cenar (y pienso que es la cena siendo ya casi las 6:00 pm) en esos platos desechables blancos que con solo ser abiertos expulsan  un olor  insoportable, fétido para mi mal olfato, que en el momento más impreciso se convierte en bueno. Entonces escucho decir (o más bien gritar) al seguridad, un moreno de traje azul marino: <<Se ha terminado la hora de visita>> y nos invita a retirarnos no tan amablemente (entonces comprendo el apuro de mi madre). Me molesta la forma en qué habla el seguridad pero me alegra que me inviten a salir de ese lugar friolezco, lleno de una cantidad desmesurada de enfermos en cada pasillo (porque a lo mejor ya no caben en las habitaciones) de enfermeras gordas, para nada sexys como las que yo imaginaba y de doctores que van y vienen de habitación en habitación atendiendo a sus pacientes. Hago caso sin pensarlo al seguridad retirándome con mi hermano. Mi madre no hace lo mismo, decide quedarse un rato más violando las reglas hospitalarias. Te espero abajo (hubiese preferido decir afuera), le digo. Salgo con mi hermano, escuchando una vez más repetir al seguridad (levantando el tono de su voz) que ya se retiren todos porque se terminó la hora de visita. Pienso que el seguridad cumple su trabajo eficientemente como es o no debido, y grita porque está colmado de la gente que no hace caso omiso a lo que él manda y sólo hace alargar sus horas de trabajo en ese hospital frío y no quiere seguir ahí más tiempo luego de cumplir sus horas debidas porque seguramente su trabajo extra no es recompensado de ninguna manera. Mi madre en ese momento es una de las culpables, ella sigue sin moverse de ahí.
Voy saliendo con mi hermano. Quiero un cappuccino, me dice. Yo también, le contesto. Entramos al ascensor yendo en busca del tesoro (la máquina de café) para tomarnos un cappuccino que pueda calmar el grotesco frío que siento yo y que al parecer mi hermano también. Encontramos con suerte la máquina del café en uno de esos pasillos confundibles, esperamos a que una señora termine de usarla con cierta dificultad. Mi hermano saca un billete de cinco dólares que no fue hasta la cuarta vez, en la cuarta posición que la maquina logra aceptar el billete. Presiona la opción de cappuccino y de pronto la maquina hace un sonido estruendoso que nos hace reír y pensar del porqué del sonido extraño de la máquina. Nos sentamos y bebemos cada uno su seguramente alivioso cappuccino. Me quemo la lengua por la ansiedad de probar el cappuccino y mi hermano se ríe de mí. Mi madre llega. Salimos del hospital y por fin siento el calor de Panamá. El calor que muchas veces he odiado.